EL ÁMBITO DEL SABER FILOSÓFICO (Millán Puelles)
Filosofía, fe
y teología
Por su más
alta significación, la filosofía limita con la fe y la teología; en sus
aspectos menos trascendentes, con las llamadas ciencias particulares y lo que
suele denominarse, en un especial sentido, "concepción del universo”.
Son muy
frecuentes las confusiones en torno a la cuestión de la filosofía y la fe. Por
ello mismo es necesario, ante todo, precisar el sentido del problema; y, por de
pronto, justificar y definir su planteamiento. Para ello es menester que
comencemos por una idea de la fe, que no haga superflua su comparación con la
filosofía. Si la fe consistiera en algo meramente relativo a nuestra
actividad sentimental, no habría por qué contraponerla o enfrentarla a la
totalidad de la filosofía; bastaría estudiarla, dentro de ésta, como uno de los
puntos de la psicología afectiva. Pero es el caso que la fe, aunque
produzca o determine sentimientos, no es formalmente un sentimiento más. La fe
concierne, de una manera propia e inmediata, al entendimiento humano. Creer y
no creer son actos que sólo la facultad intelectiva puede realizar.
Pero esto no
significa que el entendimiento verifique el acto de creer sin necesidad de
ninguna ayuda y condición. “Creer -dice SANTO TOMAS- es el acto del
entendimiento que asiente a la verdad divina imperado por la voluntad, a la que
Dios mueve mediante la gracia".
Es el entendimiento, no la voluntad, lo que tiene la facultad de asentir o de
disentir ante cualquier proposición. Pero en el caso de la verdad divina, que
se propone como objeto de creencia en tanto que no es evidente, el
entendimiento no puede asentir de una manera espontánea, pues de esta manera
sólo lo que es evidente despierta o produce nuestro asentimiento. El
hecho, sin embargo, de que una proposición no sea evidente no significa que sea
evidente su falsedad. No son iguales estos dos conceptos: "no, ser
evidente que" y "ser evidente que no". Para que algo se nos
proponga a título de creencia es preciso que no sea evidente, ni como verdadero
ni como falso. De ahí que el asentimiento a las verdades de fe suponga
una moción o impulso de la voluntad sobre la facultad intelectiva. El
creer es un acto del entendimiento; pero el "querer creer" concierne
a la voluntad. (Y puesto que el objeto de esta fe trasciende de lo puramente
natural, es preciso que la voluntad sea movida por Dios; lo cual ocurre,
precisamente, mediante la gracia.)
Con esto ya
tenemos no sólo planteado, sino también incoativamente resuelto el tema de las
diferencias entre la fe v la filosofía. Ambas coinciden en tener su lugar en el
entendimiento. Pero difieren precisamente en la manera como en él tienen lugar.
La filosofía se origina en el entendimiento de una manera puramente natural y
humana, pues su objeto lo son verdades asequibles a nuestra capacidad
intelectiva, sin la mediación de un especial socorro sobrenatural o
divino. Por el contrarío, la fe requiere, primero, una especial
iluminación: el hecho mismo de que sus verdades sean "reveladas" y,
además, que Dios mueva, mediante la gracia, a la voluntad que se determina a
creer; porque su objeto lo constituyen verdades que, por trascender nuestra
natural capacidad intelectiva, no se nos pueden presentar como evidentes. Y, en
fin, todo ello explica la diversidad de fundamentos de la filosofía y la fe. La
filosofía se basa, en resolución, sobre la propia razón humana, en tanto que la
fe tiene su última v definitiva garantía en la autoridad divina.
Fe y
filosofía, por tanto, no pueden encontrarse en la misma persona respecto de una
y la misma verdad. Si una verdad es filosóficamente poseída, es, en efecto,
algo que la razón aprehende por sus solas fuerzas naturales, lo que no puede
ocurrir en el caso de la fe. Pero conviene distinguir aquí entre lo que
filosóficamente es "cognoscible" y lo que de ese modo es actual y
efectivamente "conocido". Lo que no puede ser objeto de la fe es
únicamente lo segundo, pues las verdades filosóficamente cognoscibles puede
ocurrir que, de hecho, por cualquier motivo, no sean conocidas de esa forma por
alguna persona determinada. La cual, por no tener de ellas la evidencia, puede
hacerlas objeto de creencia o fe sobrenatural. Y así se explica que hayan
sido reveladas algunas verdades filosóficamente asequibles, pues no todos los
hombres tienen, de hecho, la capacidad y el tiempo suficientes para dedicarse a
las difíciles especulaciones de la filosofía, mientras que, en cambio, la
"salvación", para la cual es necesaria la fe, no es asunto exclusivo
de filósofos.
Conviene, sin
embargo, precisar que la distinción entre la fe v la filosofía no constituye
una contradicción. Una verdad filosófica no se puede oponer a otra
revelada.
Puede ocurrir -eso sí- que, de hecho, en un razonamiento filosófico se llegue a
una conclusión que, por no haber sido elaborada de una manera enteramente
correcta, se nos presente como contradictoria de una verdad de fe. La elección
no es dudosa para el filósofo que sea creyente, y tiene un razonable
fundamento: la primacía de la autoridad divina -que es la de un Ser
infinitamente inteligente y bueno- sobre el alcance y la capacidad del
entendimiento humano, defectible y finito. Esto, de una manera general. En cada
caso concreto, sin embargo, el filósofo creyente -que como tal creyente se
somete, sin más, a la autoridad divina- debe, como filósofo, esforzarse en buscar
las razones que de una manera intrínseca muestren la falsedad de aquella
conclusión, en la certeza de que tales razones tienen que existir, aunque él
personalmente no llegara a encontrarlas, porque es imposible que haya un
verdadero antagonismo entre el entendimiento humano y el del Ser que le ha dado
la existencia.
En el creyente, la fe -o mejor dicho,
la proposición revelada- vale como una "norma negativa" con relación
a la filosofía. Desde un punto de vista "positivo", la fe y la
revelación no son, para la filosofía, norma alguna. 0 dicho de otra manera: la
verdad de las proposiciones reveladas invalida las proposiciones filosóficas
que la contradicen, pero no prueba, ni aun para el creyente, que sean
verdaderas las que no están en contradicción con ella. Pero aunque la
revelación no sea para la filosofía más que una norma negativa, es también, sin
embargo, como "estímulo", algo positivo para el filosofar. Muchas
cuestiones y enseñanzas filosóficas han sido, de hecho, posibles por la presión
de la fe en la especulación de los creyentes, porque si la ocasión fue realmente
un dato revelado, el tratamiento de ellas tuvo un carácter netamente
filosófico. Y es éste un hecho tan notorio y claro en la historia no ya de la
filosofía, sino aun de la cultura en general, que su ignorancia por quienes se
dedican a estos temas tiene una explicación sumamente difícil y embarazosa.
El que la
razón humana no pueda dirigirse a los artículos de la fe para demostrarlos no
quiere decir que nada tenga que hacer con ellos. Puede hacer precisamente lo
inverso: tomarlos como premisas, como bases, para inferir todas las
conclusiones que sea lícito extraerles. Al conjunto de tales conclusiones es a
lo que se llama "teología de la fe", y también teología
"sagrada" o "sobrenatural". La razón de estas determinaciones
y calificativos de la teología es la necesidad de distinguirla de otros
conocimientos que también pueden denominarse teológicos por constituir, aunque
de una manera puramente natural, una humana noticia de la entidad divina. En
realidad, esta segunda especie de conocimientos teológicos no forma una
ciencia, sino que es tan sólo un capítulo o parte de la metafísica, la que se
dedica al estudio de la causa primera de todo ente finito, y se la designa con
los nombres de "teología natural", "teología filosófica" o,
más brevemente, "teodicea".
La teología
sobrenatural, a diferencia de la filosofía, supone la fe. Esto puede entenderse
en dos sentidos. En primer lugar, tomando la palabra "fe" en su
acepción objetiva, como el conjunto de los datos revelados; en segundo lugar,
considerando la fe en su sentido subjetivo, como vivencia o hábito de creer
esos datos. De una manera estricta v rigurosa, debe decirse que la sagrada
teología supone la fe en las dos acepciones. Claro está que es posible
tomar los datos de la revelación y, aun sin creer en ellos, inferir las
oportunas consecuencias. Tales datos, por no ser evidentes, ni tampoco creídos,
funcionarán entonces a modo de postulados o meras hipótesis, y si las
conclusiones obtenidas son coherentes con ellos, no cabe duda de que se logrará
un "sistema" que, sin embargo, no merece el nombre de ciencia, por no
ser tomados como ciertos sus principios -ni natural ni sobrenaturalmente-.
Lo que así es
obtenido no es propiamente la teología sobrenatural, como ciencia enraizada en
la certeza de la fe, sino únicamente -según reza la formula habitual- "el
cadáver" de ella (esto es, algo a lo que falta el principio vital de toda
ciencia, que es la certeza de sus puntos de partida, de la cual es deudora la
de las conclusiones).
(Importa, sin
embargo, no confundir la teología filosófica con esta teología, meramente
sistemática, que no se apoya en la certeza de la fe. La teología filosófica
tiene principios ciertos, que son los mismos de la metafísica, de la que es
-como ya se ha dicho- un aspecto o parte. Lo que ocurre es que esos principios
son siempre puramente naturales, a diferencia de lo que acontece en el caso de
la teología sobrenatural, que se apoya en la fe tanto en el sentido objetivo
como en el subjetivo. Así, pues, la teología filosófica y la sobrenatural
realmente apoyada en la fe son verdaderas ciencias, cada cual a su modo, en
tanto que la teología que parte de los datos revelados, mas sin prestarles fe,
no es otra cosa que una especulación infundada).
Por partir
del estudio de los entes finitos, la teología filosófica no llega a Dios más
que bajo su aspecto de causa última o primera de ellos. El filósofo no conoce a
Dios más que bajo ese título, de una manera indirecta, que no le permite, en
consecuencia, penetrar el recinto de su intimidad. Conocer una cosa como causa
de otra no es conocerla de una manera absoluta. Qué sea Dios independientemente
de su relación a las criaturas es algo, por tanto, que escapa a la mirada
filosófica. Para que el hombre sepa lo que Dios es, no en esa, por así decirlo,
su exterior fachada a las criaturas, sino en su misma recóndita intimidad, es
preciso que Dios se lo revele. La teología sobrenatural parte, en cambio, de
esta revelación. El teólogo de la fe se aprovecha de una divina confidencia, y
por eso su conocimiento de Dios es infinitamente más profundo que el del simple
filósofo.
La forma en
que la sagrada teología se beneficia de los datos revelados es, justamente, la
explotación racional de ellos. El "logos" interviene de un modo
instrumental en esa especie de conocimiento teológico. Mas lo que hace
-importa repetirlo- no es intentar la demostración de aquellos datos, sino al
revés: aprovecharlos, precisamente para inferir sus consecuencias lógicas.
De esta
manera, lo que actúa de causa principal de la conclusión teológica son los
artículos de la fe, y las verdades de la mera razón valen únicamente como un
instrumento a su servicio. Este es el legítimo sentido de la interpretación de
la filosofía como ancilla theologiae. La filosofía es sierva de la
sabiduría teológica, por cuanto que es movida por la fe para la obtención de
las conclusiones teológicas. En este servicio la filosofía queda eminentemente
ennoblecida y la razón se instala en un horizonte al que por sí sola no podría
llegar. Lo cual no significa - como con harta suspicacia se pretende- que el
creyente elabore una filosofía tendenciosa, preconcebida para la teología. Por
el contrario, para esta última, la filosofía más idónea es la que intrínseca y
naturalmente cumpla mejor su oficio, ya que lo que el teólogo pretende no es
demostrar la revelación, sino extraer de ella todas sus posibles consecuencias.
<<Fundamentos de filosofía, Millan Puelles>>
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